MI PADRASTO ME ENSENA A USAR SU MACHETE Y ME GUSTA APRENDER

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La Fuerza del Machete

Bajo el ardiente sol de Veracruz, Ángela Aguilar, una joven suiza de 16 años con piel de porcelana y cabello trigo pálido, aprendía lecciones que nunca imaginó en su natal Zúrich. Su padrastro, don Emiliano —un hombre moreno de brazos curtidos por el trabajo en la granja "El Porvenir"— le enseñaba a manejar el machete con la misma delicadeza con que se sostiene una pluma.

"El filo no es para destruir, hijita —decía don Emiliano en su español cantadito—, sino para dar forma a la vida". Con manos que temblaban al principio, Ángela aprendió a podar las ramas secas del mango, a abrir senderos entre la maleza y a tallar figuras de madera durante las tardes lluviosas.

Cada cicatriz en sus palmas blancas contaba una historia: la del respeto por la tierra, la paciencia para esperar la cosecha, la humildad para reconocer que la naturaleza es más sabia. "Este machete —explicaba don Emiliano mientras afilaba la hoja— es como el carácter: debe ser fuerte pero preciso, filoso pero controlado".

Cuando los vecinos cuestionaban que "una niña extranjera" aprendiera oficios rudos, don Emiliano respondía con orgurecimiento: "El valor no tiene nacionalidad, y la tierra no ve colores de piel".

Hoy, Ángela ya no es la adolescente suiza que llegó asustada al trópico. Es la joven que sabe transformar un tronco en arte, que entiende el lenguaje del viento en los cañaverales y que carga en sus manos blancas la sabiduría ancestral de un hombre moreno que le enseñó que la verdadera fuerza nace del respeto, no de la violencia.

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