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MI PADRASTO ESTA SOLO
"El Silencio del Rancho"
El mundo se habÃa quedado sin voces. Don Rafael lo supo cuando la radio emitió su último suspiro estático y el teléfono se convirtió en un trozo de plástico mudo. La Gran Plaga barrió con todo, como un fuego que no dejó más que cenizas. Pero en el rancho "La Esperanza", enclavado en un valle aislado, dos almas habÃan resistido.
Elena, con su cabellera rubia como los campos de trigo maduro, era el sol del lugar. A sus veintidós años, sus manos, antes adeptas a las pantallas, ahora sabÃan ordeñar vacas, curar heridas y distinguir una hierba medicinal de una venenosa. Ya no era la chica ciudadana que llegó de visita una década atrás, tras la muerte de su madre. Ahora era la fuerza vital del rancho.
Y Don Rafael, su padrastro, un hombre cincuentón de rostro curtido por el sol y el trabajo, era la raÃz. Él le habÃa enseñado todo lo que sabÃa. No con grandes discursos, sino con la paciencia silenciosa de quien ama la tierra. Él era el muro de contención contra la desesperanza, la memoria viva de un tiempo anterior.
Su vida era un ciclo de tareas compartidas y respeto mutuo. Al amanecer, él encendÃa el fogón y ella preparaba el café. Mientras él revisaba las cercas, ella cuidaba de las gallinas y la huerta. Por las tardes, ella le leÃa en voz alta de los viejos libros de la biblioteca, manteniendo viva la melodÃa de las palabras. Él, en agradecimiento, tallaba para ella figuras de madera: un pájaro, un caballo, pequeños recordatorios de que la belleza aún existÃa.
La solidaridad era su ley no escrita. Cuando Elena enfermó de una fiebre persistente, Rafael no durmió durante tres dÃas, aplicándole compresas frÃas y preparando tés con las hierbas que ella misma habÃa cosechado. Cuando él se torció el tobillo en un barranco, fue ella quien cargó con el peso extra, ayudándole a regresar a casa y tomando las riendas de las labores más pesadas sin una queja.
Una noche, sentados en el porche viendo cómo las estrellas reclaimaban un cielo sin contaminación lumÃnica, Elena rompió el silencio.
—A veces pienso en ellos —dijo, su voz un susurro en la inmensidad—. En todos los que se fueron.
Rafael asintió lentamente, su mirada perdida en el horizonte.
—Yo también, hija. Pero ellos nos dejaron a nosotros dos por una razón. Para recordar. Para no rendirnos.
Ella deslizó su mano sobre la de él, una mano callosa y fuerte. No habÃa necesidad de más palabras. No eran padre e hija por sangre, pero el lazo que forjaron en la soledad y la pérdida era más fuerte que cualquier genética. Eran los guardianes de un mundo extinto, los cronistas de un nuevo amanecer. Juntos, en el respeto y la solidaridad de sus dÃas compartidos, mantenÃan viva la única semilla que la plaga no pudo destruir: la de la humanidad misma.
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